Khadija y el agua

Por Luisa Cullurà

Khadija © Luisa Cullurà

Khadija © Luisa Cullurà

¿Tiene voz el agua? Khadija no lo sabía, y se lo pregunataba incesantemente. Era una curiosidad insistente, una presencia constante que le quitaba el sueño y, algunos días, también el hambre.Ya había hablado con el viento, varias veces. El siroco, señor del sur, le contaba aventuras de corsarios y veleros flotando sobre altas olas azul tormenta; el lebeche que danza con las dunas le traía los saludos de los granillos de arena, la brisa de otoño le susurraba al oído melancólicas sílabas.

A menudo solía conversar con la tierra, su íntima amiga, que giraba y giraba sin parar, pero siempre encontraba un momento para volver a bisbisear con ella.
El sol parlanchín le caía bien. Demasiado exuberante, tal vez… Siempre había preferido el garbo y la discreción de la luna.
De vez en cuando dialogaba también con el silencio, esquivo y reservado por naturaleza, mas a la vez envolvente y acogedor, elocuente a su manera.

¿Pero el agua? El agua… ¿Habla el agua? Es tan enigmática, el agua… Si toma las formas del espacio físico que ocupa, ¿puede que también absorba su voz por un proceso de ósmosis? ¿Tiene voz de tetera el agua en la tetera? ¿Las gotas de agua que constituyen una nube tendrán voz de nube? ¿Los gritos del oxígeno y los chillidos del hidrógeno se funden, se superponen, o chocan uno contra otro? ¿Se parecerán las palabras del hielo y las del vapor? ¿Será dulce el canto de un lago y salado el de un océano?

Todo eso se preguntaba constantemente la pequeña Khadija. Y un día en Marruecos llovió, llovió muy fuerte. Las cortinas del cuarto sin ventanas de la niña revolotearon como pájaros enloquecidos, las gotas de agua irrumpieron dulcemente en su habitación sin pedir permiso. Le mojaron las mejillas, le rozaron la nuca, le hicieron cosquillas en los pies, la empujaron, la invitaron a despertarse. Y ella se levantó y corrió bajo la lluvia, descalza y con las orejas bien tiesas. Se sentó con las piernas cruzadas y percibió el alboroto de los círculos que jugaban a pillarse sobre la superficie de un charco, escuchó la voz de las gotas que hacen la madriguera donde no hay luna, oyó el murmullo del río, se empapó en un torrente de vocales y consonantes azules.

Así Khadija y el agua hablaron por primera vez, por horas y horas. Se hicieron confidencias, cada una en su idioma. Sin necesidad de intermediarios. Y se entendieron.

Inspirado en las clases de Fernando Clemot.

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